14 de noviembre de 2010

El hijo más odiado

Artículo original:  The Most-Hated Son (Frederick Wollverton - NYT)

El último invierno, después de más de tres décadas de silencio, desesperadamente quería ver a mi mamá antes que fuera demasiado tarde.  En realidad no para pedir disculpas.  Quería verle una vez más sin tener miedo.  La había estado cortejando en los últimos años, enviándole flores, fruta y dulces por su cumpleaños y por navidad, pidiéndole una visita.  Agradecía mis regalos con notas escritas lacónicas.  Devolvía las gomitas con un garabato que decía "prefiero chocolate negro."  En el pasado, me ignoraba completamente, o su respuesta terminaba con "estúpido idiota."  Estábamos progresando.  Pero todavía se rehusaba a verme.

Nos habíamos alejado desde cuando tenía 19 años cuando hice declaraciones duras, pero verdaderas, sobre el horror de vivir con ella en el juicio de custodia por mi hermana menor.  El código tácito de mi familia había sido que a nadie se le permitía revelar el alcoholismo de mi madre.  Se enfureció por que rompí sus reglas de mantenerlo en secreto.  Cuando mi hermana, que tenía 1o años, se mudó con mi padre, mi madre cortó todo contacto conmigo.  Ahora un sicólogo de 50 años, conecto mi especialización en el abuso de sustancias con el crecimiento del número de borrachos abusivos y violentos.  Con frecuencia les digo a mis pacientes que "los adictos dependen de las sustancias, no de la gente," y les aconsejo para su recuperación "llevar una vida lo menos secreta que puedan."  Pero todavía me duele hablar en público en contra de mi madre; ningún niño debería tener que escoger testificar en contra de uno de sus padres.

En febrero, recibí una calurosa y larga nota de agradecimiento firmada por ella, "Con Amor" – muy poco usual.  Resultaba que una terapeuta de lenguaje la había escrito por ella.  Pronto recibí una llamada de un doctor advirtiéndome que, a los 89, mi madre estaba sufriendo un deterioro rápido.  Mi madre residía en una casa de cuidados en Dallas.  Mostraba signos de demencia después de un paro cardíaco y no podía hablar, escuchar o caminar bien.

Decidí que si ella no podía comunicarse, no podía rechazarme.  Así que manejé seis horas desde mi casa, con mi esposa y mi hija de 12 años.  Aunque mi madre no decía una palabra, respondía a mis comentarios e inquietudes con movimientos corporales y de la cabeza, y expresiones faciales que claramente mostraban que me reconocía.  No que estaba feliz de verme.  Cuando le di una barra de chocolate obscuro, sacudió su mano empujándola hasta el filo de la mesa para que se caiga al piso. Lo hizo dos veces  ¿Tenía miedo que la envenenara?

"Se que es duro para ti," le dije calmadamente, recogiéndola y poniendo la barra de chocolate frente a ella otra vez. "Lo entendí. Pero no voy a herirte. No tienes que aceptar mis dulces si no los quieres."  Luego la comió.

Mi madre sonrió a mi esposa, quien es una persona fuerte, lista y obstinada, y que trata a mi madre con respeto.  Miró a mi hija tan intensamente que se asustó.  Creo que Kathy se veía como mi madre hace 77 años.  Cuando íbamos a salir, pregunté a mi madre si le podía abrazar. Asintió con la cabeza y empecé a hacerlo.  Pero después ella retrocedió y no me rechazó. Mi hija murmuró, "necesita que te alejes un poco, Papi." Después que lo hice me evitó.

Mi madre había cortado relaciones con todos mis parientes, y mis hermanos y hermanas estaban sorprendidos de que la haya ido a ver, especialmente porque era al que más odiaba –inclusive antes del juicio de divorcio.  Era el más pequeño, débil y flaco.  Una vez gritó que le gustaría dejarme morir, como a un animal herido.  ¿Le perdoné? Absolutamente no.  ¿La protegería, si necesitara algo? Si.  En mi camino a casa, mi hija dijo lo que mi propia madre no podía:  "Eres un buen hijo."

Un mes más tarde regresé con una fotografía de mi madre como una bella actriz de 24 años; representó un papel en una película llamada "Bedlam," con Boris Karloff.  Pareció que le gustó esa vieja imagen y yo estaba contento de mostrarle a los de la institución lo que ella solía ser.  Ellos sabían con anticipación que  yo iba, así que la acicalaban.  Sus mejillas lucían rosadas y su cabello gris peinado.  Ambos estábamos más cómodos en este momento.  No me rechazó o hizo gestos de desaprobación.  Me sentía aliviado y más ligero.  Luego me pregunté si simplemente le gustaba la atención.  Cuando le mostré una foto de su nieta en mi celular, a quien le conoció en el anterior viaje, no tenía la menor idea de quien era.  Quizás mi madre actuaba cariñosamente conmigo porque tampoco tenía idea de quien era yo.

Antes de dejarla, pregunté cual era la política del centro de cuidado acerca del alcoholismo.  Le permitían tomar un vaso de vino a las 15h30, lo que hacía todos los días.  Eso nunca lo olvidó.

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