Foto: Alex Farnum, Retoque: Burkhard Schittny
La ambigüedad sobre la prolactina ejemplifica el salto requerido para conseguir a partir de una aparente señal una verdadera señal. "Un buen bioindicador nos dirá algo que desconocemos", dice Martin McIntosh, quien masticaba los números de la prolactina con Urban. "Pero aún peor es cuando piensa que tiene un buen bioindicador y nos está diciendo algo que en realidad no sabemos". Y este es el primer acertijo de los bioindicadores.
Pero asuma que la ciencia de forma eventual da el salto y que una lista de bioindicadores con enlaces probados a tipos específicos de cáncer están a la mano. El siguiente paso es encontrar estos marcadores en la sangre. Este es el segundo acertijo: una cosa es encontrar un bioindicador en el laboratorio, usando tejido conocido como canceroso. Pero colocar una prueba en la práctica clínica implica encontrar un indicador cuando está por ahí en esos galones de sangre humana. Hacerlo con precisión y consistencia es de lejos una desalentadora proposición.
Patrick Brown notó por primera vez este problema en una presentación en el 2007 Canary Symposium. Empezó ubicando los criterios. La premisa básica de la detección temprana asume que existe una ventana de oportunidad cuando un probable cáncer letal que está germinando es potencialmente curable. Para el cáncer de ovario, Brown puso esta ventana en alrededor de cuatro años. Asumiendo una proyección anual o bianual, una prueba efectiva entonces debe poder detectar un cáncer cuando está demasiado pequeño para ser letal pero lo suficiente grande para que un número significativamente grande de proteínas se derramen en el torrente sanguíneo. Esto se reduce a una cuestión de señal versus ruido: ¿Son las tecnologías de prueba actuales, conocidas como ensayos, lo suficiente precisas para atrapar a esas pocas moléculas extras, o serán malinterpretadas como aleatorias?
Brown ofreció algunos cálculos preliminares. Empezó por la estimación del tamaño de un tumor de ovario de estado pre-avanzado durante esta ventana de oportunidad. En promedio, estos tumores son de apenas 2 milímetros de diámetro o 4 miligramos de masa. "¡Eso es menos de una diez millonésima de la masa del promedio de un adulto!" apunta Brown. Pero con la actual tecnología de ensayo, un tumor tendría que ser cercano a los 30 milímetros de diámetro, estima, para lanzar suficientes moléculas bioindicadoras para exceder los niveles de una mujer normal y para ser realmente visibles entre toda esa cantidad de materia en la sangre. Y en ese tamaño, reconoce, la mayoría de tipo de cáncer de ovario ya están en metástasis, así que la detección temprana no salvaría una vida. De acuerdo a estos cálculos, los prospectos para la detección temprana basados en la sangre parecen sombríos.
Por más de un año, la presentación de Brown dejó flotando al proyecto. Parecía exponer una paradoja en la parte esencial de la detección temprana: ¿Para qué usar un bioindicador si no se muestra en un prueba hasta que es demasiado tarde?
El enfoque de Canary puede ser colaborativo, pero también es competitivo. Sam Gambhir, colega de Brown de Stanford, había estado trabajando en un modelo matemático para tratar al problema. Aunque la especialidad de Gambhir es radiología e imágenes, su PhD en matemáticas, y el pensaba algún manejo adicional de los números podrían señalar el camino. Su modelo recreó el torrente sanguíneo humano y envió algunos CA125, el conocido indicador para el cáncer de ovario, en la mezcla. Muy pronto Gambhir tuvo su respuesta: de acuerdo con sus cálculos, el examen de sangre para un bioindicador como CA125 puede revelar un crecimiento tan pequeño como la mitad de un milímetro", quizás hasta una décima de milímetro", dice Gambhir, quien publicó sus cálculos en PLoS Medicine en el mes de agosto pasado. "Así que no está descartada la cuestión de tener un examen de sangre que pueda detectar un tumor que es muy pequeño, lo suficiente pequeño para funcionar en la detección temprana". En otras palabras: una prueba de bioindicador es posible. Se puede percibir al cáncer.
La tomografía computarizada fue desarrollada en los años 60 en Londres en el EMI, el gigante en electrónica y grabación. La leyenda dice que los Beatles hicieron posible la tecnología, mejor conocida como CT scanning; las ventas de sus éxitos permitió a EMI fundar un pasatiempo de ingeniería en imágenes médicas. Las máquinas son como un equipo de rayos x en órbita. Mientras un rayo x tradicional crea una imagen de dos dimensiones del cuerpo humano, un instrumento CT rota un rayo x en un eje alrededor del cuerpo, produciendo una imagen tridimensional o "rebanada" que es mucho más aguda y detallada que el convencional rayo x.
Usado al principio para imágenes del cerebro, los resultados del CT eran una tecnología lenta y tediosa rezagada por décadas detrás de los rayos x, el ultrasonido y los MRI. En los años 1990, sin embargo, la computación más rápida permitió un procesamiento de imágenes más rápido y varias compañías se involucraron en lo que se conoció como la guerra de las rebanadas. La calidad de la imagen subió rápido en progresión geométrica junto con otras tecnologías, de 16 rebanadas por rotación a 32 a 64 a 128. El boom falló en la reducción de costos –las máquinas todavía cuestan $2 millones –pero hizo que las máquinas CT sean ubicuas en todos los hospitales de EEUU. Ahora, alrededor de 62 millones de escáneres son realizados en los EEUU anualmente, cerca del doble de hace una década. Aunque las advertencias acerca del sobreuso crecen (las máquinas envían 50 o más veces la radiación en el cuerpo que un equipo de rayos x convencional), existe un creciente llamado para dar mayor uso a los escáneres CT, particularmente como una potencial herramienta de proyección para los enfermedades de difícil diagnóstico y visión como el cáncer del pulmón.
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